Hoy voy a contar una historia. Todos hemos escuchado esta historia alguna vez, pero en esta ocasión, vamos a verla con una luz diferente. Tal vez algunas personas encuentren instructiva esta historia, mientras que otras elijan ignorarla o enjuiciarla. Es simplemente una historia que puede ayudarnos a conocernos más a nosotros mismos. El desenlace, es la elección de cada uno.
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Cuando éramos chicos, la mayoría de nosotros escuchó la historia del primer hombre y la primera mujer, que vivían juntos en el paraíso. Adán y Eva, así es como algunas personas han dado en llamar a nuestros primeros ancestros, vivían en un paraíso en el que todas sus necesidades estaban cubiertas. Las fuerzas celestiales que crearon a Adán y a Eva se aseguraron de que sus creaciones fueran felices y estuvieran en paz, de que no les faltara nada, y de darles el libre albedrío de hacer todo a su voluntad.
Nuestros ancestros vivían absolutamente conectados con la tierra y con todos los seres en ella. Vivían en completa comunión con los árboles, las rocas, los animales, el agua y el cielo, y comprendían que eran parte de un todo. Escuchaban en su interior a la divinidad y comprendían que todas sus inquietudes tendrían respuesta antes aún de ser formuladas.
Un día, Adán y Eva encontraron el Árbol del Conocimiento, y la divinidad les dijo «Ése es el árbol del conocimiento. Comer de ese fruto se llama pensar, pero ustedes no lo necesitan«. Siendo que poseían libre albedrío, nuestros ancestros sintieron curiosidad y tuvieron el impulso de preguntarse cómo sería pensar. Su divinidad interna les decía que no lo necesitaban, pero durante un momento se preguntaron… y mordieron el fruto del árbol del conocimiento.